Hay un lugar en que la vida tiembla
ante el viento y la noche
igual que un pensamiento equivocado.
Un lugar de cristal que alguien ha roto
y en que ya no andará descalza la inocencia.
Un lugar en que flota
el cadáver de un niño ahogado en un mar de relojes
que giran con el dolor de los juguetes averiados.
Y ese mar suena a orquesta de difuntos que interpreta
las partituras indescifrables del tiempo.
Y hay un baile de espectros incesantes,
y sus rostros son los mismos de aquellos
que andaban por la casa, que hablaban de viajes y países,
que traían regalos de ultramar, cuando tenía
antifaces la vida, y era la dama loca
que se abría como una flor de nieve
cada día en los ojos
que miraban asombrados los naufragios
de los buques fantasmas,
el vuelo de las cometas en la playa errabundas
y la fugacidad
de los castillos de pólvora, al final de los veranos eternos,
cuando se desgarraban los toldos por el viento y volaban
por las calles vacías los sombreros perdidos,
plumas de gaviotas y arenisca, los jirones
de carteles de cines y de circos
que traían el silbido de las balas,
la furia de las fieras
y los ojos vendados del lanzador de cuchillos
ante la ruleta de la muerte.
Hay un lugar en que aún suenan
los broncos abordajes de piratas a los barcos británicos,
el rugido de tigres de Bengala
y la sonrisa rota
de los magos de Holanda y de Turquía.
Hay en ese lugar
imágenes borrosas de mujeres
en cuartos de hotel, en asientos
traseros de unos coches furtivos, parados en los bosques
como brillantes amuletos de juventud;
imágenes borrosas de mujeres
en alcobas prestadas, en pasillos
de edificios que tienen
la condición de laberintos recordados.
Hay un lugar en que recorren
las sierpes del rencor la arena blanca.
Hay un lugar en que todo está dicho
y todo está perdido.
Y ese lugar —apréndelo— es tu corazón.
Felipe Benítez Reyes
Felipe Benítez Reyes
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